La mujer del César... o por qué España no puede ser un país serio

En dos días, nos desayunamos dos noticias terribles para la credibilidad del sistema español de control de conflictos de interés en el poder ejecutivo y el judicial.

Por una parte, el Congreso de los Diputados (mejor dicho, los dos partidos mayoritarios--que son los que acaparan los cargos en el Gobierno dependiendo de la legislatura, no hay que perderlo de vista) rechaza una proposición de ley encaminada al refuerzo del sistema de incompatibilidades de ex-altos cargos tras su cese, perpetuando la compatibilidad de las pensiones posteriores al abandono de cargos en el Gobierno con percepciones millonarias por participar en los consejos de administración de grandes sociedades como consejeros independientes (sic) (por ejemplo, Expansion.com, http://tinyurl.com/74p966p).

Por otra parte, el Tribunal Supremo anula la sanción impuesta por el CGPJ a una magistrada de la Audiencia Nacional por no abstenerse de conocer en una causa en que el abogado de una de las partes era miembro de un despacho del que ella poseía el 50% de las participaciones (véase Diario La Ley, http://tinyurl.com/7suav44). Es fantástico el razonamiento del Tribunal Supremo en algunos puntos. En particular, la perla de que "ambos cónyuges nunca se informaron mutuamente de los asuntos que les concernían en sus actividades profesionales" no tiene desperdicio y si no fuera por las gravísimas implicaciones que genera en cuanto a la carga de la prueba en situaciones de conflicto de interés aparente (en que, cuanto menos, la inversión sería más que deseable), sería casi hilarante.

La desazón que provoca esta acumulación de malas noticias en materia de prevención y represión de conflictos de interés en la esfera pública resulta preocupante, sobre todo si pensamos en que este nivel de tolerancia en el ámbito público sólo puede esconderse tras un nivel de descontrol aún mayor en el control de conflictos de interés en el ámbito privado.

Si recordamos el adagio de Julio César según Plutarco y le damos la vuelta, España no sólo es corrupta, sino que lo parece. Y no se nos cae la cara de vergüenza (o no a todos). Salvo que estas cuestiones estructurales y la cultura de permisividad que las rodea cambien, podemos ir olvidándonos de ser un país serio (si es que queremos llegar a serlo).