Predicar en el desierto

Ahora que varias de las empresas del grupo Nueva Rumasa se acogen a los mecanismos especiales de refinanciación previstos en la Ley Concursal, y que vuelven a oírse ecos de hace casi treinta años que suenan a insuficiencia regulatoria e incapacidad de los poderes públicos para supervisar de manera efectiva la actividad empresarial; se plantea un desafío a dos de nuestros sistemas de supervisión y control de la actividad mercantil aparentemente más desarrollados: el propio de la Ley Concursal, pero también el de la Ley del Mercado de Valores.
En el ámbito concursal, el desafío es relativamente limitado. No hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación para darse cuenta de que este caso servirá, principalmente, para volver a poner de manifiesto algunas de las restricciones de nuestra actual legislación concursal. En concreto, se sufrirán de nuevo las dificultades del actual procedimiento concursal para hacer frente a macro-concursos que impliquen a varias sociedades de un mismo grupo. También se lamentarán las limitaciones para satisfacer las expectativas de los bancos (re)financiadores—a las que, quien sabe, probablemente se acaben considerando el impedimento insuperable para un acuerdo de refinanciación que parece ciertamente remoto. Pero, en todo caso, este ejercicio tendrá una validez relativa, dado que la mayor parte de estas limitaciones (que muchos ven como carencias o insuficiencias del sistema concursal) están a punto de obtener una respuesta (parcial y debatida) mediante la reforma concursal en ciernes. En definitiva, parece que el test de prueba de las reformas proyectadas ha llegado un poco antes de lo deseable, pero quizá pueda servir para acelerar la adopción de una reforma largamente esperada y, en todo caso, ejecutada de manera bastante apresurada.
Sin embargo, en el ámbito de la Ley del Mercado de Valores, el reto y el desafío es mucho más profundo—aunque corre el riesgo de pasar desapercibido. Es un secreto a voces que la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), en muchas ocasiones, ve limitada la efectividad de su labor supervisora por la restricción de los instrumentos de intervención en los casos de emisiones dirigidas a inversores profesionales. Es una satisfacción pírrica—si es que no es un motivo de profunda frustración–que la CNMV haya advertido hasta en siete ocasiones de la necesidad de que los inversores se informaran adecuadamente antes de suscribir las emisiones de Nueva Rumasa. Es igualmente insatisfactorio que este caso no sea nuevo, y que nos vayamos acostumbrando a ver cómo las ofertas de productos financieros (o encubiertamente financieros) con (promesas de) altas rentabilidades logran superar en el mercado la prevención que deberían generar estas advertencias, cómo los inversores (aparentemente) profesionales concentran todos sus ahorros y asumen riesgos claramente excesivos, y cómo estas situaciones resultan en un clamor popular por un mayor intervencionismo de los poderes públicos—no tanto en la supervisión, pero sí en la compensación de los que se consideran afectados (incluso, estafados) por este tipo de productos.
Quizá es un momento para que nos demos cuenta de que nos hemos creído nuestras propias mentiras, y hemos definido incorrectamente los mercados y los inversores a los que se deben dirigir este tipo de productos financieros. De hecho, quizá sea el momento de que consideremos y valoremos de manera sosegada pero realista, que puede ser necesario un régimen de prohibición de inversión directa en determinados tipos de productos financieros y que, en cambio, desarrollemos el régimen de los mediadores y asesores de inversión en productos financieros y profesionalicemos verdaderamente un sector en el que los conflictos de interés siguen siendo estructurales y el incumplimiento de las normas de conducta, palmario. Quizá es momento, en definitiva, de que nos replanteemos si la (plena) racionalidad del inversor sigue siendo el paradigma en que basar nuestros mecanismos regulatorios o, por el contrario, debemos tratar de acercar nuestras normas a la realidad, en que todos tenemos limitaciones cognitivas importantes. En definitiva, quizá es momento de que dejemos de comprar y ofrecer productos financieros que no entendemos o que sabemos (pero no reconocemos) que son malos productos. Y quizá sea momento de que el marco normativo invierta su tendencia y empiece a ser verdaderamente tuitivo del inversor. De lo contrario, la CNMV y otros cuantos seguiremos predicando en el desierto.